Críticas
1 de Julio 2025

El riesgo del testigo autorizado: lo que revela la entrevista de María José Prieto

A partir de los recientes dichos de María José Prieto tras la sentencia que dio por
acreditados —aunque prescritos— los abusos sexuales imputados a su marido, Cristián
Campos, la autora reflexiona sobre cómo, cuando una víctima se transforma en la voz que
desacredita a otras, ciertos mecanismos defensivos pueden operar como formas de
silenciamiento. Un análisis de los riesgos éticos, sociales y jurídicos de las narrativas
selectivas en torno al abuso sexual infantil.

En mi trabajo diario acompañando sobrevivientes de abuso sexual infantil, no es extraño escuchar relatos donde niñas y niños —hoy personas adultas— cuentan cómo alguna vez intentaron develar el abuso ante sus madres, abuelas, tías. Mujeres que muchas veces también fueron víctimas. Mujeres que, desde sus propias historias no resueltas, no les creyeron. Minimizaron. Justificaron. Encubrieron. Les culparon por “querer destruir la familia”. Les pidieron que callaran, por el bien de todos. Les exigieron actuar como ellas lo hicieron en su momento.

Este es uno de los rostros más crudos del trauma transgeneracional: el de quienes, habiendo sido víctimas, se vuelven incapaces de mirar la violencia cuando vuelve a aparecer cerca. Porque mirar el abuso de otro significaría volver a abrir su propia herida; aquella que un día encapsularon para poder seguir viviendo.

Lo que escuchamos recientemente en palabras de María José Prieto es un ejemplo paradigmático de este fenómeno. Una mujer que enfrentó con valentía a su propio abusador, que fue validada por la justicia, que incluso ayudó a abrir caminos para otras víctimas, hoy sostiene un discurso que replica —casi palabra por palabra— los mecanismos con que históricamente tantas víctimas fueron desacreditadas. Descalifica el relato de la denunciante, la acusa de inconsistencias, de influencias externas, de intenciones espurias. Y lo hace, no desde el negacionismo clásico, sino desde su propio dolor encapsulado.

Lo que aquí podría estar en juego no es solo el horror de enfrentar la posibilidad de un nuevo abuso ahora vinculado a quien eligió como compañero de vida, sino algo que suele ser infinitamente más devastador en estas trayectorias traumáticas: tener que aceptar que, huyendo del hombre que abusó de ella en su infancia, pudo haber construido su proyecto de vida junto a otro hombre capaz de hacer lo mismo. Que la historia de abuso que marcó su niñez no quedó atrás, sino que —de manera brutal— podría haber viajado con ella disfrazada de elección adulta, de amor, de familia reparadora. La sola idea de sostener esa posibilidad suele ser aniquiladora.

Y aunque no podemos conocer exactamente lo que internamente sucede en ella, sabemos que en estos contextos es humanamente comprensible que, ante un abismo emocional de esa magnitud, alguien busque refugio en narrativas que le permitan sostenerse. El costo emocional de aceptar la repetición puede ser insoportable.Pero es precisamente aquí donde la dimensión ética y perversa de este escenario se vuelve aún más cruda: mientras ella pelea por controlar la narrativa y así sostener su relato para no derrumbarse, el acusado —su marido— asiste desde el palco, beneficiándose del fichaje simbólico de su esposa como escudo perfecto. Se aprovecha del peso de su historia para expiar culpas y debilitar el relato de su víctima, como si la credencial de ser amado por una sobreviviente lo absolviera de todo.

Esta forma de integración selectiva de la experiencia es profundamente peligrosa. No es simple negación superficial, sino un complejo mecanismo defensivo que necesita convencerse de que, habiendo vivido el horror, hoy es capaz de reconocerlo siempre. Que su propia historia la legitima como filtro absoluto de verdad. Y desde ese lugar, establece patrones de cómo debe ser una víctima creíble: cuándo debe hablar, cómo debe recordar, qué tipo de adolescente debió ser, cuánto debe sufrir, cuántas pruebas debe exhibir.

Este desplazamiento no solo funciona como defensa emocional, sino que introduce comparaciones lineales profundamente riesgosas. Así, descalifica el relato de la denunciante porque —a diferencia de su propio caso— necesitó apoyo para escribir su testimonio, no advirtió a terceros durante años, o demoró en denunciar. Como si el modo en que ella procesó su abuso pudiera ser el patrón universal de cómo deben reaccionar otras víctimas. Incluso proyecta su propia experiencia judicial —donde la Corte de Apelaciones terminó dándole la razón— como argumento para anticipar el resultado en esta causa. Es palmario cómo permanece atrapada en su propia experiencia, utilizándola como único filtro válido de credibilidad. Esta lógica, simplificadora y autorreferente, desconoce la complejidad de los procesos traumáticos y refuerza estereotipos peligrosos sobre lo que sería una “víctima legítima”.

El peligro de este discurso es enorme, porque instala la falacia del “testigo autorizado”: la idea de que, si alguien que sufrió abuso no cree a otra víctima, entonces es porque la otra miente. Este es el argumento más apetecido por los defensores de abusadores: poder exhibir a una víctima como escudo para invalidar a otras.

Ese daño no queda circunscrito al caso concreto. Cada vez que una víctima pública, validada, desacredita el relato de otra víctima, el efecto repercute sobre todas las personas que hoy están intentando romper el silencio. Sobre quienes todavía dudan si contar su historia. Sobre quienes ya saben que, cuando hablen, enfrentarán no solo la defensa del abusador, sino también el juicio social alimentado por figuras que antes abrieron el camino y hoy se transforman en piezas útiles para los discursos de descreimiento. Este tipo de relato alimenta el escepticismo estructural que tantas veces debemos enfrentar en la justicia penal cuando intentamos demostrar la credibilidad de relatos complejos, fragmentados y tardíos.

Este caso es el espejo brutal de cómo el trauma no tramitado, el dolor nunca completamente elaborado, puede reproducirse —no necesariamente como repetición del abuso activo, sino como reproducción de la lógica de silenciamiento, descrédito y control del relato de otros—. Es una forma de perpetuar el ciclo desde otro lugar.

Este es, precisamente, el desafío más complejo cuando litigamos y acompañamos víctimas de abuso sexual infantil: entender que no existe un solo patrón de relato. Que las víctimas no son todas iguales. Que las revelaciones tardías, los recuerdos fragmentarios, las contradicciones aparentes, no son sinónimo de falsedad, sino a menudo manifestaciones del propio trauma.

Y también, que ser víctima no garantiza saber acompañar a otras. Lo que importa es qué hicimos con el trauma que vivimos. Si logramos integrarlo y transformarlo en capacidad empáticas y compasiva, o si, para protegernos, nos volvimos piedra frente al dolor de otras.

Este es el riesgo del trauma transgeneracional. No sólo que el abuso se repita, sino que el silencio vuelva a imponerse, ahora disfrazado de experiencia, de autoridad, de “sabiduría de quien sabe lo que es el abuso”. Y así, cuando el horror reaparece, la persona que una vez alzó su voz puede, desde su herida aún abierta o desde una renovada, volver a callar el grito de otras.

Por Francisca Millán, abogada y socia fundadora de AML Defensa Mujeres