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19 de Diciembre 2019

El viaje a Camila: un camino entre rimas

El recorrido de una adolescente colombiana que deja su país de origen y encuentra en las mujeres uruguayas la fuerza para ser ella misma. Este relato es parte del proyecto “10 HistoriAs Migrantes” de Chicas Poderosas acerca de migración, mujeres y personas no binarias. Diez historias que cuentan un viaje, varios viajes, partiendo desde América Latina hacia diferentes destinos y experiencias.

Este reportaje fue realizado y publicado como parte del proyecto 10 HistoriAs Migrantes realizado por Chicas Poderosas, la comunidad global que promueve el liderazgo femenino en medios y genera oportunidades para que más voces sean escuchadas. El proyecto fue posible gracias al apoyo de Google News Initiative, Swedish International Development Cooperation Agency (SIDA), Meedan y Check. Para ver todas las #HistoriAsMigrAntes visita bit.ly/historiasmigrantes

“Valencia es mi madre y mi abuelo. Lo es todo”, dice Camila mientras se mira los dedos índice y mayor de la mano derecha. Va sentada en el fondo del bus que la lleva a su entrenamiento de breakdance en Montevideo, Uruguay. Tiene media cabeza cubierta de trenzas y el resto del pelo negro, marañoso atado con un moño alto. Los labios gruesos pintados de rojo oscuro, un suave rubor en los pómulos prominentes y aros dorados que le cuelgan de las orejas. Liceth Camila Yepes Valencia tiene veinte años; es colombiana y migró a Uruguay hace cinco. “Valencia” es su mote artístico, su dedo índice y mayor, su identidad. Aquí, en este texto, es Camila.

La niña colombiana

Una niña de huesos finos corrió por el escenario para unirse a sus compañeros de crew y seguir la coreografía a la perfección. El público aullaba mientras un monstruo de túnica negra, inmenso, la persiguió y alzó en el aire. Ella gritó y pataleó. El video en Youtube la muestra con una sonrisa limpia, pelo por encima de los hombros y pies ágiles. Con seis años Camila era la integrante más pequeña de la tribu urbana Universal Soul Crew.

Fue en 1999 cuando su familia incursionó en el hip hop, y el 25 de agosto del mismo año que nació Camila en Cartago, una ciudad del Valle del Cauca, en Colombia, donde la temperatura nunca baja de los 20 grados. Su infancia fue de juegos callejeros, entrenar todos los días después de la escuela, e ir a la Iglesia los domingos; pero también de mucha violencia: “De chica me encontré con el ambiente de las drogas y el machismo. De salir a la puerta de mi casa y (ver que) se estaban dando a los tiros, y que en la esquina haya un muerto”.

Camila cuenta que en Colombia se gana muy poco, un salario mínimo. “Si te da para pagar el alquiler, no te da para comer”. Allí, sus padres nunca tuvieron un trabajo fijo y vivían estresados por la falta de comida: “Era muy triste verlos llorar; o con mi hermano tener un pan con salchichón y ellos no tener nada que comer”. La familia se preguntaba cuánto más aguantaría así. Hasta que un primo de su padre, que ya se había ido, lo alentó a mudarse a Uruguay, donde “hay trabajo y se vive más tranquilo”. No lo dudaron.

Pero lo que hizo que la vida de Camila tomara un rumbo impredecible fue el secuestro de su prima Jiseth. Tenía ocho años cuando se llevaron a la fuerza a esa adolescente que era como su hermana mayor. Ahí, la mente de Camila “empezó a ser otra. Seguía siendo niña, pero ya no tan niña”, cuenta. No la volvió a ver nunca más ni supo nada de ella. Vivir con ese horror era agobiante.

En un país con más de cinco décadas de conflicto armado, “la guerra y la matanza eran constantes. Yo veía y percibía la muerte todo el tiempo”, recuerda Camila. A esto ella suma la falta de comida y de trabajo; el machismo en las calles y en las casas. El miedo, siempre. Múltiples monstruos que expulsaron de Colombia a Camila, su familia, y otros miles de colombianos. Según datos del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia, para el 2012 habían 4,7 millones de colombianos viviendo fuera del país y entre 2012 y 2015, Colombia fue el país de Suramérica con mayor número de población residiendo en el exterior.

La adolescente migrante

Los ojos almendrados de Camila doblan su tamaño cuando cuenta el momento en que le dieron la noticia. Estaba en el patio de su casa en Cartago, lavando ropa a mano en un tanque de agua. Su padre entró al baño y sin mirarla a los ojos le dijo que se iban a vivir a otro país. Tenía trece años cuando descubrió en qué lugar del mapa mundial se ubica Uruguay. Se emocionó por la aventura.

Un año después se subió a un bus y lloró durante diez días a través de seis países. Iba junto a su madre, su padre y un tío. “Me cayó la ficha mismito cuando estaba llegando a Cali, la ciudad que está a dos horas de mi pueblo. Pensé en que estaba dejando amigos, parte de mi familia, la cultura, las costumbres. Llegas a otro lugar y lo único que sigue contigo es tu familia, pero después cambia todo, todo”, explica Camila.

Un día lluvioso y gris predijo su ánimo de los meses posteriores en Uruguay. La primera persona con la que habló en el nuevo país fue la dueña de una pensión: “me miraba a los ojos y me preguntaba cómo me habían recibido. Yo no le entendía absolutamente nada, aunque hablábamos el mismo idioma. Fue como si hubiera llegado a Estados Unidos, ahí me puse un poco nerviosa”. A Camila le hubiera gustado volverse a Colombia, pero dependía de la decisión de sus padres. Era el 2014 y tenía 14 años.

Al mes de haber llegado, ya estaba cursando tercer año del secundario. Atravesó una “depresión” por la ausencia de su hermano, el frío crudo del primer invierno de su vida, la falta de amistades con quienes entrenar, y la discriminación que vivió en el liceo, por ser extranjera. Un día, Camila golpeó la puerta de casa, tiró la mochila al suelo, y se largó a llorar como si recién la hubiesen parido. Horas antes un compañero de clase la humilló delante de todos: “Colombiana, volvete a tu país”. Empezaron a discutir, a subir el volumen, a gritarse. A Camila se le subió la sangre a la cabeza, tenía las venas llenas de rabia. Perdió los cabales, insultó al compañero; sabía que debía calmarse pero no podía.

No había remedio para tanta ira acumulada. Se cansó de las burlas, de que no la entiendan, de que le falten el respeto, de que insulten a su país diciendo que tiene “las mujeres calientes” o que tienen “blanca de la buena”, refiriéndose a la cocaína. Camila se acuerda de ese compañero “porque era un machista pa’l carajo. Aunque en ese momento yo no lo tenía tan sabido todo eso, pero notaba esa actitud asquerosa. Ya había recibido otros comentarios así, pero él me saturó”. En ese momento decidió que ante la xenofobia, no se callaría más.

Camila se quiso ir de Uruguay, contradiciendo los datos oficiales según los cuales el número de extranjeros que elige vivir en el país sigue en aumento. En 2014, el Estado uruguayo tramitó 3 mil residencias a extranjeros y en 2017 el número ascendió a 12.506. “Le dije a mi madre que este no era mi lugar y que la gente de acá no me gustaba. Pero ella me hizo entrar en razón; no es la gente, fue el chico que me faltó el respeto”. Le empezó a agarrar “cierta pereza” a ir al liceo, ya no sabía quién se iba a meter con ella. Se cuestionó si debía cambiar su “jerga” o su “actitud” para “quedar bien” con sus compañeros. Fue cuestión de tiempo. Camila comenzó a responder con “cierto carácter” en sus palabras: “si en mi país no pasara lo que está pasando, obviamente no estaría aquí”, repetía. En 2018, Colombia fue la cuarta nacionalidad con mayor residencias tramitadas en Uruguay después de Venezuela, Brasil y Argentina, respectivamente.

Antes de que terminara el año Camila le pidió a sus padres que la cambiaran de colegio. Volvió a cursar tercero, pero solo iba a clase a escribir sus canciones. Dice que allí no encontraba lo que nutre su arte, “el conocimiento de la vida y las cosas esenciales”. Abandonó el secundario para dedicarse exclusivamente a bailar y cantar hip hop.

La guerrera del arte

“Mis palabras me estaban haciendo fuerte: escribir, compartir, rapear”, explica. Camila aumentó la confianza en sí misma, comenzó a “agarrar otro tipo de empoderamiento”. Lo que sentía ya no lo reprimía. Mira fijo a la cámara. Camina firme por la avenida principal de Montevideo rodeada de niñas y adolescentes. Es de noche, está gris, pero resaltan sus labios rojos. La gente camina a su lado indiferente. Mueve los brazos y tiene muy claro lo que vino a decir: “Solo quiero salir a la calle/ y no ver que otra mujer aquí ya no está presente./ Porque un hijueputa la agarró/ se la llevó/ la violó/ la maltrató/ y hasta le da un tiro en la frente”. La canción “Mirada Consciente”, que le dedica a su prima Jiseth, hace parte de su primer EP. En Montevideo, Camila integra la agrupación de mujeres raperas afro-latinas Se Armó Kokoa (S.A.K.) y la tribu de breakdance Style Fusion Crew.

Ahora, dice que migrar a Uruguay fue una de “las cosas más lindas” que le pasó en la vida. No solo conoció una escena hiphopera nutrida, sino que encontró en otras mujeres una red de apoyo vital. Viki Style, también integrante de S.A.K., cree fuertemente en los espacios entre mujeres: “juntarse con compañeras que están en la misma sintonía que vos. Compartir experiencias y aprendizajes. Este tipo de acciones generan que más chicas se animen y se sumen a la movida hiphopera. Seguimos siendo pocas, pero más de las que éramos años atrás”. Dice que a S.A.K., además de un acento caribeño, Camila le aportó “una forma nueva de decir las mismas cosas. “Es alguien que está conociendo la escena desde otro lugar, tiene otra mirada”.

Que Camila “se pueda juntar con amigas y entrenar en la plaza” hizo que “se le fuera cayendo la venda y se cuestionara todo”. Más que nada en la adolescencia, “una edad fundamental para forjar la personalidad”, cuenta Viki. Así fue superando situaciones que siempre mantuvo ocultas, como la violencia física en su hogar. Cuando su padre le pegaba, Camila se iba a llorar al cuarto. “Entendí muy rápido que esa no es la forma con la que quiero resolver las cosas. La violencia genera más violencia, no hay vuelta”.

En su vida llegó un momento en el que con la misma fuerza con la que hoy se sube al escenario, Camila enfrentó a su padre: “le dije que no quería que me tocara un pelo nunca más en la vida porque se iba todo al carajo”. Le puso un freno a la violencia, en parte, gracias a las mujeres uruguayas que potenciaron lo que ella ya sabía: que a pesar de las carencias, el secuestro de su prima y los insultos en el liceo, no tiene lugar para que le crezca el monstruo adentro.

Por Florencia Pagola, licenciada en Ciencias de la Comunicación, escritora y periodista freelance. Vive en Montevideo, Uruguay. Colabora con medios digitales y organizaciones feministas y de derechos humanos en América Latina. Le apasiona contar historias, principalmente de mujeres. Twitter: @FlorPagolaLuc Instagram: @flor.pagola